A veces tenía ganas de llorar, se sentía triste, sin ánimo… Luego estaba feliz, se sentía plena, no necesitaba nada más del mundo.
Estaba conforme con su vida, con su trabajo, con lo que había logrado, con su vida amorosa, con su cuerpo.
Sentía como si anduviera con “la regla” todos los días. ¡Andaba demasiado sensible!
“No entiendo qué me pasa… mis hormonas están completamente descontroladas”
Se sentía estresada, feliz, triste, enojada, tranquila…
Una montaña rusa de sentimientos que le tomaban la garganta y la hacían llenar los ojos de lágrimas de felicidad… o emoción… o rabia.
“¡Siento miedo, estoy insegura!…
¿qué es esto?
¿que me está pasando?”
Pensaba en su sensibilidad últimamente y creía que podía ser lo que llaman crisis de los treinta. No tiene que ver con querer volver a “los veinte”.
“¡Qué horror!”
Su vida había sido buena, estaba segura que tenía un ángel guardián que la cuidaba y la quería muchísimo. Había tenido éxito laboral siempre. No era suerte, era esfuerzo, talento, motivación, proactividad. Era lo que merecía, no un regalo divino.
Se acercaba su cumpleaños. Le gustaba cumplir años, era como ir pasando etapas de un juego, pero a veces aburren los juegos… Y es ahí donde se empezaba a molestar con ella misma, porque se ponía existencialista y se empezaba a rendir, y a la vez le daba rabia.
“¡Qué me pasa!”
Hace unos años decidió que su misión en esta vida era ser feliz. Dejó cosas que no ayudaban a su objetivo, renunció a trabajos y a personas. No se arrepentía, o quizás un poco a veces, pero pensaba que en ese momento fué la mejor decisión.
Antes los treinta era una edad “tope” para tener hijos, casarse, etc…
“Se te va a pasar la micro…”, decían.
Ya no era tan así… Y ella se sentía parte de una élite, al pertenecer a un pequeño grupo de adulto joven exitoso, sin hijos, libre de tomar decisiones por cuenta propia y sin responsabilidad de demostrarle nada a nadie más que a sí misma.
Era una libertad única que sólo podría entender otro integrante de esta categoría.
Y a pesar de todo esto, de estar siendo tan feliz y plena, completa, exitosa, tenía miedo. ¡Mucho miedo!
“¿Será que me quedaré sola?
¿y eso qué importa?
¿importa?”
El día de su cumpleaños celebró en grande e invitó a todos sus amigos y conocidos a su casa. Necesitaba fiesta, olvidarse de todo. Y lo logró.
A las 3 de la mañana ya no podía decir su nombre con la borrachera adolescente que se había dado.
Algunos un poco más conscientes la llevaron a su habitación y la dejaron acostada y sola, para que descansara.
Su pequeño porcentaje de sobriedad en ese minuto agradeció que nadie se aprovechara de ella, ya que no podría defenderse, pensaba.
Durmió solo unos minutos y despertó más mareada que antes.
De todas maneras estaba feliz y orgullosa de sus 30 años, preparada para lo que viniera. En ese momento se sentía sin miedo a nada. La borrachera era sólo un detalle. No tenía que darle explicaciones a nadie, no se sentía culpable.
“¡Bienvenidos 30!”, gritó.
Se levantó al baño, pero le costaba trabajo coordinarse. Se cayó antes de llegar, pero llegó.
Se miró al espejo y trató de enfocar la mirada en su reflejo. Se rió divertida por lo difícil que se le hacía estar quieta.
De repente mientras se afirmaba del lavamanos perdió el equilibrio y se cayó.