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CONMIGO POR ACCIDENTE

Era viernes. Por fin venía el fin de semana tan esperado para descansar, estaba agotada.
Caminó unas cuadras y decidió escuchar música antes de tomar el autobús, para relajarse y no ir escuchando conversaciones ajenas.
Buscó su celular en el bolsillo del pantalón, luego en el de la chaqueta, luego en la cartera…
Seguía caminando mientras buscaba por todos lados, repasando todos los lugares y tratando de recordar dónde lo había dejado.

Se detuvo de repente como si hubiera visto un fantasma.
Había dejado su teléfono sobre su escritorio, enchufado a la corriente porque le quedaba poca batería.
Corrió de vuelta al trabajo, mientras se autoconvencía que sólo se devolvía porque era viernes… Si fuera día de semana no importaba, podría recuperar su teléfono al día siguiente.

Llegó y no había señales de vida. Todos se habían ido con “zapato de clavo”.
¡Claro!, si es viernes, pensó.
Olvidando por segundos qué hacía ahí buscó su teléfono, para llamar a alguien y contar su tragedia.

Volviendo a la realidad, se dispuso a caminar para ir a su casa. No tenía nada más que hacer.
Caminó y buscó un poco más, esperando un milagro que hiciera aparecer el teléfono en alguno de sus bolsillos, pero no sucedió ningún milagro.

Se enojó pensando que tendría que escuchar conversaciones ajenas en el autobús, que no usaba reloj y no tenía idea de qué hora podía ser. Se angustió por los mensajes y las llamadas que no podría contestar.
Recordó que su madre tenía una libreta con todos los números de teléfono.
¿Por qué no había hecho ella lo mismo?

Se mortificaba cada vez más pensando que estaba incomunicada.
No tenía hora, ni música. ¡Tampoco sabía cuántos grados de temperatura había!
No tenía alarma, aunque nunca la usaba los fines de semana…
No podría avisar por Facebook que estaba sin teléfono, por todo el fin de semana, porque tampoco tenía computador.

Llegó a su departamento, mirando lentamente todo. “Por favor que sea una pesadilla”… Volvía a tocar su bolsillo… por si acaso…
No tenía más reloj que su teléfono, le molestaba profundamente no saber qué hora era.
No tenía tele; se había ido a vivir sola hace un par de meses y no era prioridad. Podía ver videos, series y noticias desde su celular.
Tampoco tenía radio, no lo necesitaba; escuchaba la música que quisiera en su celular.

Esa tarde hacía frío… «¿qué temperatura habrá?
Se preparó un té y se olvidó de su teléfono mientras ponía la mesa.
Pan, manjar, mantequilla, mermelada, queso, quesillo, galletas…
No esperaba a nadie… ¿por qué puso tantas cosas si ella con suerte se comería una cucharada de manjar sin pan, como siempre?

Quiso mirar la hora. Se tocó el bolsillo…
Se sentó a la mesa con desilusión y comenzó a comer.
«¿Y si me llamó alguien?»
«¿Y si alguien comentó mi última foto publicada?»
«¿Y si me enviaron un mensaje importante?…»
Se le acabó el té y se dio cuenta que había comido de todo.

Se sorprendió y miró todas las delicias que acababa de comer, sin disfrutar, pensando en su teléfono.
» ¿Qué hora será?»
Estaba oscuro, «hora de ver películas», pensó y volvió a suspirar desilusionada.
Se acostó y miró el techo.
Se acordó de la canción que sonaba en la radio de su trabajo antes de salir y empezó a cantar, primero en su mente y luego a toda voz.
Se rio, divertida.

Despertó y no recordaba en qué momento se quedó dormida.
«¿Qué hora será?»
Se estiró, se levantó de un salto a la ducha, se miró al espejo desnuda, de frente, de espalda, de lado, “no estoy mal”.
«¿Qué hora será?»

Salió a caminar para despejarse.
Sólo había llegado a la ciudad hace unos meses. Su familia y amigos seguían en aquel pueblo chico de infierno grande, esperando que pase la vida. “Que sea lo que Dios quiera”, era la frase que siempre escuchó de pequeña, pero ella no podía esperar sentada a que las cosas pasaran y un día le dijo a su madre “me voy a la ciudad, soñé que eso es lo que Dios quiere para mí”, inventó.

Su único compañero era el celular. No pensaba en familia ni relaciones amorosas. No todavía.
El parque estaba lleno de niños jugando felices y padres esperando pacientes a que se agotaran.
“¡cuánta energía tienen los niños!”, pensaba.
«¿Qué hora será?»

Le preguntó la hora a un hombre mayor. Éste sacó su teléfono y lo alejó frunciendo el ceño para poder ver.
«Tres y media»
Con razón tenía hambre.
Fue a comer a un restaurante, que siempre le había llamado la atención, pero no se atrevía a ir sola.
Comida deliciosa, excelente atención.
Disfrutó tanto que se olvidó por completo de su tragedia.

Se fue a su departamento, tomó una siesta. Cuando despertó, hizo una limpieza profunda y le pareció que nunca había apreciado realmente la belleza de su hogar.
Se sentó en el sofá y tomó un libro al azar de su Librero.
¿Hace cuánto no leía?
Buscó un lápiz para plasmar su día sin teléfono. Se dio cuenta que no tenía nada donde anotar y se escribió en el brazo
¿Hace cuánto que no escribo?
Se miró al espejo y se analizó.
¿Hace cuánto que no me corto el pelo?,
¿hace cuánto que no me pinto las uñas?

Pensó en su teléfono y le hubiese encantado retratar su imagen actual y el «fashion emergency» que pensaba hacerse.
 
Llegó el lunes y no le importaba llegar tarde a su trabajo. No tenía hora. Esa era su excusa.
Llegó al trabajo con una tranquilidad inusual para ser día lunes.
Su teléfono estaba ahí. Tal como lo había dejado.

No tenía ninguna llamada perdida. Tampoco mensajes ni notificación de redes sociales.
Ningún correo. Ni siquiera un aviso de publicidad.
Limpió la pantalla acariciándolo, luego abrió Facebook y escribió:
 “Queridos amigos,
estuve sin teléfono todo el fin de semana.
Lamento no haber contestado sus mensajes ni llamadas.
Responderé a todos a la brevedad.
¡Los quiero!”

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